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Celebrar la fiesta de los quince años

Celebrar la fiesta de los quince años

El gran día de la quinceañera no sólo incluye un estupendo vestido, un peinado elegante y otros
cuantos complementos más. Es un día de fiesta para compartir con sus familiares y amigos. Cada país
puede tener su particular celebración, pero vamos a dar las pautas más generales y comunes a este tipo
de celebración.
En algunos países, ese día de fiesta comienza con una misa o acto religioso similar. Es una ceremonia
de agradecimiento. La fiesta de los quince años es un evento religioso y social que en cada país o
región puede tener más importancia una cosa que la otra. Actualmente, va perdiendo importancia la
parte religiosa de la fiesta.

La celebración
Lo más habitual es alquilar los servicios de algún local de hostelería, como el salón de un hotel, un local
acondicionado para fiestas o convites e incluso se puede hacer en el propio jardín de casa, en su finca o
hacienda. Cualquiera que sea el lugar elegido debe estar bien adornado para la fiesta.
El organizador debe contar con una lista de invitados o bien saber el número aproximado de los
mismos, para poder disponer una cantidad suficiente de comida y bebida para no quedarse corto, que
haya suficiente cantidad para todos. El buffet es el tipo de servicio más habitual, pero cada familia
puede elegir el que considere más oportuno en función de sus propios gustos y del presupuesto con el
que cuenten.
La quinceañera, por regla general, llega del brazo de su padre, o en su defecto de su padrino, y hace su
entrada como una auténtica princesa.
La fiesta se suele abrir con un vals o un tema melódico similar, que baila con su padre. Si ha entrado de
la mano de su pareja, lo baila con su pareja y luego le cede este honor al padre de la quinceañera. Como
decimos en cada país o región puede haber una costumbre diferente. Poco a poco se van incorporando
los demás invitados al baile y la fiesta se pone en marcha.
Es costumbre, en algunos lugares, hacer un brindis, y en algunos casos, dar un pequeño discursito o
decir al menos unas palabras de agradecimiento para los invitados que han asistido a la celebración.
Otra costumbre, que hay en algunos países o regiones, es el reparto de las velas de la torta de la
quinceañera. Toma las velas de la torta y las reparte entre las personas más importantes de su vida,
generalmente las entrega a sus padres, hermanos, abuelos, algunos familiares y los amigos más íntimos.

Torta de los quince años
Cuando la celebración va por su mitad, suele ser un buen momento para cortar la gran torta —
pastel—. La quinceañera hará los honores de cortarla.
La torta suele tener un tamaño considerable para que todos los invitados puedan degustar un buen
pedazo. La decoración suele ser muy elegante y llamativa. Es uno de los elementos principales de la
celebración de la fiesta de los quince años, una gran torta.
La fiesta se suele prolongar hasta muy tarde, y los más jóvenes disfrutan del baile, con música muy
variada. Los temas pueden ser una selección de los favoritos de la quinceañera.

El misterio del mar fosforescente. Preguntas de comprension

El misterio del mar fosforescente
(artículo publicado EN EL 2005 en España por Olalla Cernuda)

Desde hace siglos, miles de marineros de buena parte del mundo han contado fábulas increíbles sobre unos mares “que brillaban en la oscuridad hasta allí donde llega la vista”. Son historias que han pasado de la leyenda a la más pura realidad después de que el fenómeno haya sido fotografiado por primera vez desde un satélite.

Hasta el capitán Nemo a bordo de su Nautilus describió perfectamente uno de estos ‘mares brillantes’ en el libro 20.000 leguas de viaje submarino, escrito por Julio Verne en 1869. “Era un ‘mar de leche’, una balsa de agua que brillaba en la oscuridad”, decía. Los científicos todavía no han logrado explicar totalmente el fenómeno, pero un satélite de defensa estadounidense ha conseguido tomar las primeras imágenes de estos misteriosos brillos, lo que proporcionará a los científicos material para estudiar durante los próximos años.

Las imágenes, tomadas en 1995 y publicadas ahora por la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, muestran un área de unos 250 kilómetros de largo y una superficie de 15.400 kilómetros cuadrados del Océano Índico, cerca de las costas de Somalia, que brilla de forma extraordinaria. El fenómeno se produjo durante tres noches consecutivas en el mes de enero, y además de desde el aire —con el satélite, a 800 km de altura— fue también visto por un barco británico, el SS Lima, que transitaba la zona.

Desde que se tomaron las fotografías, científicos de todo el mundo tratan de dar respuesta al enigma. Por el momento, la hipótesis que toma más fuerza es que se trate de florecimientos de bacterias luminíferas, probablemente las Vibrio harveyi, que viven asociadas a algas. Estas criaturas podrían producir un brillo continuo muy diferente de los flashes breves y a intervalos que producen los dinoflagelados, muy comunes en grandes cantidades de agua.

El equipo de expertos que sostiene esta teoría, liderado por el doctor Steve Miller, del Laboratorio de Investigación Naval de California, asegura que para que el brillo del agua sea visible desde 800 kilómetros de altura, la zona debe tener una población extraordinariamente grande de estas bacterias.

Sin embargo, los científicos no han podido corroborar esta teoría, que por el momento es apuntalada por muchos y criticada por otros. El hecho de que, diez años después de tomar las imágenes, los investigadores todavía no hayan logrado dar una respuesta exacta al fenómeno demuestra que las profundidades del mar son uno de los lugares del planeta menos estudiados.

Preguntas de comprension:

¿Cuál es el propósito del artículo?
(A) Resolver el misterio de la leyenda del brillo del mar
(B) Presentar una teoría sobre la causa del mar fosforescente
(C) Explicar el comportamiento de algunos microorganismos marinos
(D) Hacer una reseña sobre la flora submarina del mar fosforescente

En el artículo, ¿cuál es el significado de la frase “que brillaban ... la
vista”?
(A) Que la superficie iluminada era extensa
(B) Que el brillo de los mares era dañino para la vista
(C) Que los mares un día dejarían de brillar
(D) Que la superficie brillaba de manera intermitente

¿Con qué propósito se menciona el texto de Julio Verne en el artículo?
(A) Para presentar la extensión geográfica del fenómeno
(B) Para resaltar la antigüedad del fenómeno
(C) Para exponer otra hipótesis sobre fenómenos similares
(D) Para añadir más ejemplos de otros fenómenos

Según el artículo, ¿qué condiciones deben darse en el mar para que el brillo se pueda ver desde lejos?
(A) El agua debe estar muy fría.
(B) El agua debe ser cristalina.
(C) El agua debe tener pocas algas.
(D) El agua debe contener muchas bacterias.

Según la fuente auditiva, ¿cuál de las siguientes afirmaciones sobre la bahía en la isla de Vieques representa mejor la actitud de los participantes del simposio?
(A) Está creando problemas a nivel local.
(B) Es valiosa, pero la contaminación tiene prioridad.
(C) Es importante, por eso hay que educar a la gente.
(D) Es la única atracción natural marina de Puerto Rico.

En la fuente auditiva, ¿por qué afirma la coordinadora, Lirio Márquez, que el simposio superó las expectativas?
(A) Porque el evento recibió mucha publicidad a nivel internacional
(B) Porque los organizadores del simposio obtuvieron el apoyo económico de otras naciones
(C) Porque los vecinos de Vieques ayudaron en la organización del simposio
(D) Porque se realizó trabajo en equipo entre científicos y empleados gubernamentales

Según la fuente auditiva, ¿cuál es el objetivo de la medida presentada por la senadora Marita Santiago ante el Senado de Puerto Rico?
(A) Reforestar la zona cercana a la bahía
(B) Crear un observatorio en los terrenos más altos
(C) Planificar los usos de los terrenos cercanos al mar
(D) Obtener más fondos para estudiar el fenómeno

En la fuente auditiva, ¿por qué se refiere el director, Ruperto Chaparro, a la bahía en la isla de Vieques como “la estrella”?
(A) Porque su brillo puede ser visto desde grandes distancias
(B) Porque se ilumina más cuando salen las estrellas
(C) Porque es única entre los recursos naturales
(D) Porque tiene la forma de un astro

¿Qué tienen en común las dos fuentes?
(A) La referencia a fotos aéreas del fenómeno científico
(B) La mención de los beneficios económicos del fenómeno
(C) La inclusión de una conexión con otras disciplinas académicas
(D) La cita de recursos legales para la protección

¿Qué se puede afirmar sobre la fuente escrita y la fuente auditiva?
(A) La fuente escrita expone las conclusiones generales del simposio mencionado en la fuente auditiva.
(B) La fuente auditiva explica el enigma presentado en la fuente escrita.
(C) La fuente auditiva refuta las hipótesis presentadas en la fuente escrita.
(D) La fuente escrita presenta dudas sobre el origen de un fenómeno y la fuente auditiva no lo hace.

La rosa blanca (de Rosa María Roé) Preguntas

La Rosa Blanca

En un jardín de matorrales, entre hierbas y maleza, apareció como salida de la nada una rosa
blanca. Era blanca como la nieve, sus pétalos parecían de terciopelo y el rocío de la mañana
brillaba sobre sus hojas como cristales resplandecientes. Ella no podía verse, por eso no sabía lo
bonita que era. Por ello pasó los pocos días que fue flor hasta que empezó a marchitarse sin saber
que a su alrededor todos estaban pendientes de ella y de su perfección: su perfume, la suavidad de
sus pétalos, su armonía. No se daba cuenta de que todo el que la veía tenía elogios hacia ella. Las
malas hierbas que la envolvían estaban fascinadas con su belleza y vivían hechizadas por su aroma
y elegancia.
Un día de mucho sol y calor, una muchacha paseaba por el jardín pensando cuántas cosas bonitas
nos regala la madre tierra, cuando de pronto vio una rosa blanca en una parte olvidada del jardín,
que empezaba a marchitarse.
— Hace días que no llueve, pensó —si se queda aquí mañana ya estará mustia. La llevaré a casa y la
pondré en aquel jarrón tan bonito que me regalaron.
Y así lo hizo. Con todo su amor puso la rosa marchita en agua, en un lindo jarrón de cristal de
colores, y lo acercó a la ventana. —La dejaré aquí, pensó — porque así le llegará la luz del sol. Lo
que la joven no sabía es que su reflejo en la ventana mostraba a la rosa un retrato de ella misma
que jamás había llegado a conocer.
— ¿Esta soy yo? Pensó. Poco a poco sus hojas inclinadas hacia el suelo se fueron enderezando y
miraban de nuevo hacia el sol y así, lentamente, fue recuperando su estilizada silueta. Cuando ya
estuvo totalmente restablecida vio, mirándose al cristal, que era una hermosa flor, y pensó: ¡¡Vaya!!
Hasta ahora no me he dado cuenta de quién era, ¿cómo he podido estar tan ciega?
La rosa descubrió que había pasado sus días sin apreciar su belleza. Sin mirarse bien a sí misma
para saber quién era en realidad.
Si quieres saber quién eres de verdad, olvida lo que ves a tu alrededor y mira siempre en
tu corazón.

“La rosa blanca” de Rosa María Roé.

Preguntas de comprension lectora

¿Cuál de los siguientes es un buen resumen de la vida de la rosa tal
como se describe en el cuento?
(A) Al mirarse en la ventana por primera vez entendió su valor.
(B) Cuando la niña la recogió comprendió cuánto valía.
(C) Cuando las flores la miraron descubrió su belleza.
(D) Al ver a otras flores descubrió su belleza interior.

¿A qué se refiere “marchitarse” (línea 4) en el texto?
(A) Al proceso de decadencia de la rosa
(B) Al sentimiento de la niña hacia la flor
(C) A la actitud de las otras flores hacia la rosa
(D) Al proceso de la flor de ser trasladada del jardín a la cas

Según el texto, ¿dónde ve la muchacha la rosa por primera vez?
(A) En un jarrón de cristal
(B) En el interior de un bosque
(C) En un jardín descuidado
(D) En una maceta olvidada

¿Qué transición de la rosa se enfatiza en “Un día ... estará mustia”
(líneas 9-12)?
(A) El nacimiento
(B) El envejecimiento
(C) La floración
(D) La desaparición

¿Cómo es la actitud de la niña hacia la rosa?
(A) Caprichosa
(B) Temerosa
(C) Juguetona
(D) Cariñosa

Según el texto, ¿cómo reacciona la flor al verse en el vidrio de la
ventana?
(A) Se asusta
(B) Se entristece
(C) Se marcha
(D) Se sorprende

¿Cuál es la moraleja del cuento?
(A) Hay que vivir en armonía con los demás.
(B) Los amigos son nuestro mejor refugio.
(C) Hay que mirarse a sí mismo para aprender a valorarse.
(D) La belleza interior es esencial para la autoestima.

Cajas de cartón (Francisco Jiménez) con preguntas de comprension

Cajas de cartón (Francisco Jiménez)

Era a fines de agosto. Ito, el aparcero, ya no sonreía. Era natural. La cosecha de fresas terminaba, y los trabajadores, casi todos braceros, no recogían tantas cajas de fresas como en los meses de junio y julio.

Cada día el número de braceros disminuía. El domingo sólo uno - el mejor pizcador - vino a trabajar. A mí me caía bien. A veces hablábamos durante nuestra media hora de almuerzo. Así fue como supe que era de Jalisco, de mi tierra natal. Ese domingo fue la última vez que lo vi.

Cuando el sol se escondía detrás de las montañas, Ito nos señaló que era hora de ir a casa. «Ya hes horra», gritó en su español mocho. Ésas eran las palabras que yo ansiosamente esperaba doce horas al día, todos los días, siete días a la semana, semana tras semana, y el pensar que no las volvería a oír me entristeció.

Por el camino rumbo a casa, Papá no dijo una palabra. Con las dos manos en el volante miraba fijamente el camino. Roberto, mi hermano mayor, también estaba callado. Echó para atrás la cabeza y cerró los ojos. El polvo que entraba de fuera lo hacía toser repetidamente.

Era a fines de agosto. Al abrir la puerta de nuestra chocita me detuve. Vi que todo lo que nos pertenecía estaba empacado en cajas de cartón. De repente sentí aún más el peso de las horas, los días, las semanas, los meses de trabajo. Me senté sobre una caja, y se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar que teníamos que mudarnos a Fresno.

Esa noche no pude dormir, y un poco antes de las cinco de la madrugada Papá, que a la cuenta tampoco había pegado los ojos toda la noche, nos levantó.
A los pocos minutos los gritos alegres de mis hermanitos, para quienes la mudanza era una aventura, rompieron el silencio del amanecer. Los ladridos de los perros pronto los acompañaron.


Mientras empacábamos los trastes del desayuno, Papá salió para encender la «Carcachita». Ése era el nombre que Papá le puso a su viejo Plymouth, negro. Lo compró en una agencia de carros usados en Santa Rosa. Papá estaba muy orgulloso de su carro. «Mi Carcachita» lo llamaba cariñosamente. Tenía derecho a sentirse así. Antes de comprarlo, pasó mucho tiempo mirando a otros carros. Cuando al fin escogió la «Carcachita», la examinó palmo a palmo. Escuchó el motor, inclinando la cabeza de lado a lado como un perico, tratando de detectar cualquier ruido que pudiera indicar problemas mecánicos. Después de satisfacerse con la apariencia y los sonidos del carro, Papá insistió en saber quién había sido el dueño. Nunca lo supo, pero compró el carro de todas maneras. Papá pensó que el dueño debió haber sido alguien importante porque en el asiento de atrás encontró una corbata azul.

Papá estacionó el carro enfrente a la choza y dejó andando el motor. «Listo», gritó. Sin decir la palabra, Roberto y yo comenzamos a acarrear las cajas de cartón al carro. Roberto cargó las dos más grandes y yo las más chicas. Papá luego cargó el colchón ancho sobre la capota del carro y lo amarró a los parachoques con sogas para que no se volara con el viento en el camino.

Todo estaba empacado menos la olla de Mamá. Era una olla vieja y galvanizada que había comprado en una tienda de segunda en Santa María. La olla estaba llena de abolladuras y mellas, y mientras más abollada estaba, más le gustaba a Mamá. «Mi olla» la llamaba orgullosamente.

Sujeté abierta la puerta de la chocita mientras Mamá sacó cuidadosamente su olla, agarrándola por las dos asas para no derramar los frijoles cocidos. Cuando llegó al carro, Papá tendió las manos para ayudarle con ella. Roberto abrió la puerta posterior del carro y Papá puso la olla con mucho cuidado en el piso detrás del asiento. Todos subimos a la «Carcachita». Papá suspiró, se limpió el sudor de la frente con las mangas de la camisa, y dijo con cansancio: «es todo».

Mientras nos alejábamos, se me hizo un nudo en la garganta. Me volví y miré a nuestra chocita por última vez.

Al ponerse el sol llegamos a un campo de trabajo cerca de Fresno. Ya que Papá no hablaba inglés, Mamá le preguntó al capataz si necesitaba más trabajadores. «No, no necesitamos a nadie», dijo él, rascándose la cabeza, «pregúntele a Sullivan. Mire, siga este camino hasta que llegue a una casa grande y blanca con una cerca alrededor. Allí vive él».

Cuando llegamos allí, Mamá se dirigió a la casa. Cruzó la cerca, pasando entre filas de rosales hasta llegar a la puerta. Tocó el timbre. Luces del portal se encendieron y un hombre alto y fornido salió. Hablaron brevemente. Cuando él entró en la casa, Mamá se apresuró hacia el carro. «¡Tenemos trabajo! El señor nos permitió quedarnos allí toda la temporada», dijo un poco sofocada de gusto y apuntando hacia un garaje viejo que estaba cerca de los establos.

El garaje estaba gastado por los años. Roídas por comejenes, las paredes apenas sostenían el techo agujereado. No tenía ventanas y el piso de tierra suelta ensabanaba todo en polvo.


Esa noche, a la luz de una lámpara de petróleo, desempacamos las cosas y empezamos a preparar la habitación para vivir. Roberto, enérgicamente se puso a barrer el suelo; Papá llenó los agujeros de las paredes con periódicos viejos y hojas de lata. Mamá les dio a comer a mis hermanitos. Papá y Roberto entonces trajeron el colchón y lo pusieron en una de las esquinas del garaje. «Viejita», dijo Papá, dirigiéndose a Mamá, «tú y los niños duerman en el colchón, Roberto, Panchito, y yo dormiremos bajo los árboles».

Muy tempranito por la mañana al día siguiente, el señor Sullivan nos enseñó donde estaba su cosecha y, después del desayuno, Papá, Roberto y yo nos fuimos a la viña a pizcar.

A eso de las nueve, la temperatura había subido hasta cerca de cien grados. Yo estaba empapado de sudor y mi boca estaba tan seca que parecía como si hubiera estado masticando un pañuelo. Fui al final del surco, cogí la jarra de agua que habíamos llevado y comencé a beber. «No tomes mucho; te vas a enfermar», me gritó Roberto. No había acabado de advertirme cuando sentí un gran dolor de estómago. Me caí de rodillas y la jarra se me deslizó de las manos.

Solamente podía oír el zumbido de los insectos. Poco a poco me empecé a recuperar. Me eché agua en la cara y en el cuello y miré el lodo negro correr por los brazos y caer a la tierra que parecía hervir.


Todavía me sentía mareado a la hora del almuerzo. Eran las dos de la tarde y nos sentamos bajo un árbol grande de nueces que estaba al lado del camino. Papá apuntó el número de cajas que habíamos pizcado. Roberto trazaba diseños en la tierra con un palito. De pronto vi a palidecer a Papá que miraba hacia el camino. «Allá viene el camión de la escuela», susurró alarmado. Instintivamente, Roberto y yo corrimos a escondernos entre las viñas. El camión amarillo se paró frente a la casa del señor Sullivan. Dos niños muy limpiecitos y bien vestidos se apearon. Llevaban libros bajo sus brazos. Cruzaron la calle y el camión se alejó. Roberto y yo salimos de nuestro escondite y regresamos adonde estaba Papá. «Tienen que tener cuidado», nos advirtió.

Después del almuerzo volvimos a trabajar. El calor oliente y pesado, el zumbido de los insectos, el sudor y el polvo hicieron que la tarde pareciera una eternidad. Al fin las montañas que rodeaban el valle se tragaron el sol. Una hora después estaba demasiado oscuro para seguir trabajando. Las parras tapaban las uvas y era muy difícil ver los racimos. «Vámonos», dijo Papá señalándonos que era hora de irnos. Entonces tomó un lápiz y comenzó a calcular cuánto habíamos ganado ese primer día. Apuntó números, borró algunos, escribió más. Alzó la cabeza sin decir nada. Sus tristes ojos sumidos estaban humedecidos.

Cuando regresamos del trabajo, nos bañamos afuera con el agua fría bajo una manguera. Luego nos sentamos a la mesa hecha de cajones de madera y comimos con hambre la sopa de fideos, las papas y tortillas de harina blanca recién hechas. Después de cenar nos acostamos a dormir, listos para empezar a trabajar a la salida del sol.

Al día siguiente, cuando me desperté, me sentía magullado, me dolía todo el cuerpo. Apenas podía mover los brazos y las piernas. Todas las mañanas cuando me levantaba me pasaba lo mismo hasta que mis músculos se acostumbraron a ese trabajo.

Era lunes, la primera semana de noviembre. La temporada de uvas había terminado y yo podía ir a la escuela. Me desperté temprano esa mañana y me quedé acostado mirando las estrellas y saboreando el pensamiento de no ir a trabajar y de empezar el sexto grado por primera vez ese año. Como no podía dormir, decidí levantarme y desayunar con Papá y Roberto. Me senté cabizbajo frente a mi hermano. No quería mirarlo porque sabía que estaba triste. Él no asistiría a la escuela hoy, ni mañana, ni la próxima semana. No iría hasta que se acabara la temporada de algodón, y eso sería en febrero. Me froté las manos y miré la piel seca y manchada de ácido enrollarse y caer al suelo.

Cuando Papá y Roberto se fueron a trabajar, sentí un gran alivio. Fui a la cima de una pendiente cerca de la choza y contemplé la «Carcachita» en su camino hasta que desapareció en una nube de polvo.

Dos horas más tarde, a eso de las ocho, esperaba el camión de la escuela. Por fin llegó. Subí y me senté en un asiento desocupado. Todos los niños se entretenían hablando o gritando.

Estaba nerviosísimo cuando el camión se paró delante de la escuela. Miré por la ventana y vi una muchedumbre de niños. Algunos llevaban libros, otros juguetes. Me bajé del camión, metí las manos en los bolsillos, y fui a la oficina del director. Cuando entré oí la voz de una mujer diciéndome: «May I help you?» Me sobresalté. Nadie me había hablado en inglés desde hacía meses. Por varios segundos me quedé sin poder contestar. Al fin, después de mucho esfuerzo, conseguí decirle en inglés que me quería matricular en el sexto grado. La señora entonces me hizo una serie de preguntas que me parecieron impertinentes. Luego me llevó a la sala de clase.

El señor Lema, el maestro de sexto grado, me saludó cordialmente, me asignó un pupitre, y me presentó a la clase. Estaba tan nervioso y asustado en ese momento cuando todos me miraban que deseé estar con Papá y Roberto pizcando algodón. Después de pasar lista, el señor Lema le dio a la clase la asignatura de la primera hora. «Lo primero que haremos esta mañana es terminar de leer el cuento que comenzamos ayer», dijo con entusiasmo. Se acercó a mí, me dio su libro y me pidió que leyera. «Estamos en la página 125», me dijo. Cuando lo oí, sentí que toda la sangre me subía a la cabeza, me sentí mareado. «¿Quisieras leer?», me preguntó en un tono indeciso. Abrí el libro a la página 125. Sentía la boca seca. Los ojos se me comenzaron a aguar. El señor Lema entonces le pidió a otro niño que leyera.

Durante el resto de la hora me empecé a enojar más y más conmigo mismo. Debí haber leído, pensaba yo.

Durante el recreo me llevé el libro al baño y lo abrí a la página 125. Empecé a leer en voz baja, pretendiendo que estaba en clase. Había muchas palabras que no sabía. Cerré el libro y volví a la sala de clase.


El señor Lema estaba sentado en su escritorio. Cuando entré me miró sonriendo. Me sentí mucho mejor. Me acerqué a él y le pregunté si me podía ayudar con las palabras desconocidas. «Con mucho gusto», me contestó.

El resto del mes pasé mis horas de almuerzo estudiando ese inglés con la ayuda del buen señor Lema.

Un viernes durante la hora del almuerzo, el señor Lema me invitó a que lo acompañara a la sala de música. «¿Te gusta la música?», me preguntó.

«Sí, muchísimo», le contesté entusiasmado, «me gustan los corridos mexicanos». Él entonces cogió una trompeta, la tocó y me la pasó. El sonido me hizo estremecer. Era un sonido de corridos que me encantaba. «¿Te gustaría aprender a tocar este instrumento?», me preguntó. Debió haber comprendido la expresión en mi cara porque antes que yo respondiera, añadió: «Te voy a enseñar a tocar esta trompeta durante las horas del almuerzo».

Ese día casi no podía esperar el momento de llegar a casa y contarles las nuevas a mi familia. Al bajar del camión me encontré con mis hermanitos que gritaban y brincaban de alegría. Pensé que era porque yo había llegado, pero al abrir la puerta de la chocita, vi que todo estaba empacado en cajas de cartón...


A. Preguntas sobre: Cajas de cartón.


¿Cuándo fue Panchito a la escuela por primera vez ese año?


¿Por qué no fue Roberto a la escuela también?

Después de bajar del camión de la escuela, ¿qué hizo Panchito?

¿Con quién habló en la oficina del director?

¿Qué hizo el señor Lema cuando entró Panchito en la sala de clase?

¿Qué leyeron los estudiantes en la clase ese primer día?

¿Por qué no pudo Panchito leer en clase?

¿Qué hizo Panchito durante el recreo?

¿Qué le preguntó Panchito al señor Lema cuando volvió del baño?

¿Cómo pasaron ellos el resto del mes?

¿Qué encontró Panchito cuando abrió la puerta de la chocita, después de llegar de la escuela?

¿Por qué crees que Panchito fue a la escuela y su hermano no?

¿Por qué piensas que Panchito estaba nerviosísimo cuando subió al camión de la escuela?

¿Por qué estaba Panchito tan contento cuando el señor Lema le dijo que le iba a enseñar a tocar la trompeta? ¿Por qué es importante la música para Panchito?

¿Qué significado tiene el hecho de que todo estaba empacado en cajas de cartón cuando Panchito llegó a la choza?

¿Dónde trabaja Panchito?

Al principio del cuento, ¿cómo reacciona Panchito cuando ve las cajas de cartón? ¿Por qué?

¿Por qué está orgulloso el papá de su "Carcanchita"?

¿Dónde compró la mamá la olla y cuándo?

¿Cómo es el garaje donde vive la familia de Panchito?

¿Por qué tienen que tener cuidado Roberto y Panchito cuando ven el autobús?

¿Cuándo empiezan a asistir a la escuela Panchito y Roberto?

¿Cómo responde Panchito a la pregunta de la mujer en la oficina de la escuela?

¿Cómo reacciona Panchito cuando el señor Lema quiere que lea?

¿Cómo trata el señor Lema a Panchito?

¿Cómo demuestra Panchito su determinación?

Describe la familia de Panchito.

Comenta en los temas presentados en el cuento Cajas de cartón.

B. Preguntas de comprensión

La mudanza

1. ¿Qué reacción tuvieron los hermanitos ante la mudanza a Fresno?

2. Describe la “Carcanchita” y que sentía el padre hacia su carro. ¿Qué cargaron Roberto y Panchito en el carro? ¿Dónde puso el padre el colchón?

3. ¿Cómo era la olla de la mamá? ¿Qué había cocinado la mamá en la olla?

4. ¿Qué sintió Panchito al ver su chocita por última vez?

La llegada a Fresno

1. ¿Quién de la familia hablaba ingles?

2. ¿Cómo se llamaba el hombre que les dio trabajo? ¿Dónde les permitió quedarse?

3. ¿En que condiciones estaba el garaje? ¿Cómo prepararon el garaje para vivir allí?

4. ¿Dónde durmieron la mama y los niños? ¿y el papa, Roberto y Panchito?

Trabajando en la viña

1. ¿Quiénes fueron a la viña a pizcar? ¿A cuánto había subido la temperatura?

2. Describe las actividades del papá y los hermanos en la viña y los efectos del sol.

3. ¿En dónde y por qué se escondieron los dos hermanos en la tarde?

4. ¿Cómo se sentía Panchito al día siguiente? ¿Por qué?

Chac Mool de CARLOS FUENTES. Preguntas

Chac Mool de CARLOS FUENTES

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout, endulzado por el sudor de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada, y sentirse "gente conocida" en el oscuro anonimato vespertino de la playa de Hornos. Claro, sabíamos que su juventud había nadado bien, pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, intentar salvar, y a medianoche, ¡un trecho tan largo! Frau Müller no permitió que se velara--cliente tan antiguo--en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido en su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de nueva vida. Cuando llegué, temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos; el chófer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos de lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.
Salimos de Acapulco, todavía en la brisa. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Con el desayuno de huevos y chorizo, abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en pensión de los Müller. Dos ciento pesos. Un periódico viejo; cachos de la lotería; el pasaje de ida--¿sólo de ida?--, y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómito, y cierto sentimiento natural de respeto a la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría--sí, empezaba con eso--nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá, sabría por qué fue declinando, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni "sufragio efectivo.” Por qué, en fin, fue corrido, olvidada la pensión, sin respetar los escalafones.
"Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían la baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos (quizás los mis humildes) llegarían muy alto, y aquí, en la escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas, modernizadas—también, como barricada de una invasión, la fuente de sodas--, y pretendí leer expedientes. Vi a muchos, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían, o no me querían reconocer. A lo sumo--uno o dos--una mano gorda y rápida en hombro. Adiós, viejo, qué tal. Entre ellos y yo, mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé en los expedientes. Desfilaron los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices, y, también, todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando, y al cabo, quien sabrá a dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera. Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y, sin embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? No dejaba, en ocasiones, de asaltarme el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la vista a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”

"Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído pero no le basta: en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si no fuera mexicano, no adoraría a Cristo, y--No, mira, parece evidente. Llegaron los españoles y te proponen adores a un Dios, muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Que cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida... ? Figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquista por budistas o mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos de caridad, amor, y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.
"Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas del arte indígena mexicano. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala, o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra, y parece que barato. Voy a ir el domingo.”
"Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todo en torno al agua. ¡Ch... !”

"Hoy, domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga para convencer a los turistas de la autenticidad sangrienta de la escultura.” "El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí por el momento en el sótano mientras reorganice mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ése fue su elemento y condición. Pierde mucho en la oscuridad del sótano, como simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco exactamente vertical a la escultura, que recortaba todas las aristas, y le daba una expresión más amable a mi Chac Mool. Habrá que seguir su ejemplo."
"Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina, y se desbordó, corrió por el suelo y llegó hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron; y todo esto, en día de labores, me ha obligado a llegar tarde a la oficina."
"Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base".
"Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”
"Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.”
El plomero no viene, estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.”
“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a un apartamiento, y en el último piso, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero no puedo dejar este caserón, ciertamente muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana, pero que es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una casa de decoración en la planta baja.”
"Fui a raspar la lama del Chac Mool con una espátula. El musgo parece ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No era posible distinguir en la penumbra, y al dar fin al trabajo, con la mano seguí los contornos de la piedra. Cada vez que raspaba bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Ese mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he puesto encima unos trapo y mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”
"Los trapos están en el suelo. Increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido, pero no vuelve a la piedra. No quiero escribirlo: hay en torso algo de la textura de la carne, lo aprieto como goma, siento que algo corre por esa figura recostada.... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.”
"Esto nunca me había sucedido. Tergiversó los asuntos en la oficina; giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es imaginación, o delirio, o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”
Hasta aquí, la escritura de Filiberto era la vieja, la que tantas veces vi en memorandas y formas, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, el relato continúa:
"Todo es tan natural; y luego, se cree en lo real..., pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta de rojo el agua ... Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa es un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados...? Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano. . ., ¿entonces qué...? Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue dar allá, la cola aquí, y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se aprisiona en un caracol. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy: era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o la muerte que llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad que sabíamos estaba allí, mostrenca, y que debe sacudirnos para hacerse viva y presente. Creía, nuevamente, que era imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo casi dorado, parecía indicarme que era un Dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volví a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.”
"Casi sin aliento encendí la luz.”
Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaban los dos ojillos, casi bizcos, muy pegados a la nariz triangular. Los dientes inferiores, mordiendo el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casquetón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacía la cama; entonces empezó a llover.”
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del director, y rumores de locura y aun robo. Esto no lo creía. Si vi unos oficios descabellados, preguntando al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, lo habían enervado. 0 que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:
"Chac Mool puede ser simpático cuando quiere..., un gluglú de agua embelesada... Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales, el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce, su hija descarriada; los lotos, sus mimados; su suegra, cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de la carne que no lo es, de las chanclas flameantes de ancianidad. Con risa estridente, el Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon, y puesto, físicamente, en contacto con hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y la tempestad, natural; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado al escondite es artificial y cruel. Creo que nunca lo perdonará el Chac Mool. Él sabe de la inminencia del hecho estético.”
"He debido proporcionarle sapolio para que se lave el estómago que el mercader le untó de ketchup al creerlo azteca. No pareció gustarle pregunta sobre su parentesco con Tláloc, y, cuando se enoja, sus dientes, por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir a sótano; desde ayer, en mi cama.”
“Ha empezado la temporada seca. Ayer, desde la sala en la que duermo ahora, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos ruidos terribles. Subí y entreabrí la puerta de la recámara: el Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; saltó hacía la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder a baño... Luego, bajó jadeante y pidió agua; todo el día tiene corriendo las llaves, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido empapar la sala más.”
"El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado, dije que lo iba a devolver a la Lagunilla. Tan terrible como su risilla--horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o animal--fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de brazaletes pesados. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era distinta: yo dominaría al Chac Mool, como se domina a juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez--¿quién lo dijo?--es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa, y se pone las batas cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, por siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme. Mientras no llueva--¿y su poder mágico?--viviré colérico o irritable.”
"Hoy descubrí que en las noches el Chac Mool sale de la casa. Siempre al obscurecer, canta una canción chirriona y anciana, más vieja que el canto mismo. Luego, cesa... Toqué varías veces a su puerta, y cuando no me contestó me atreví a entrar. La recámara, que no había vuelto a ver desde el día en que intentó atacarme la estatua, está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero, detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas la madrugadas.”
"Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; ha hecho que telefonee a una fonda para que me traigan diariamente arroz con pollo. Pero lo sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará; también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto d sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la obscuridad me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada, y quise gritar. “
"Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse en piedra otra vez. He notado su dificultad reciente para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, y parece ser, de nuevo un ídolo. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme, como si pudiera arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables en que relataba viejos cuentos; creo notar un resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: se está acabando mi bodega; acaricia la seda de las batas; quiere que traiga una criada a la casa; me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Creo que el Chac Mool está cayendo en tentaciones humanas; incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado. Pero también, aquí, puede germinar mi muerte: el Chac no querrá que asista a su derrumbe, es posible que desee matarme.”
"Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para adquirir trabajo, y esperar la muerte del Chac Mool: sí, se avecina; está canoso, abotagado. Necesito asolearme, nadar, recuperar fuerza. Me quedan cuatrocientos pesos. iré a Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo el Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise volver a pensar en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicólogo. Cuando a las nueve de la noche llegamos a la terminal, aún no podía concebir la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto y desde allí ordenar su entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
--Perdone..., no sabía que Filiberto hubiera...
--No importa; lo sé todo. Dígales a los hombres que lleven el cadáver al sótano.


Preguntas de comprensión: Chac Mool

¿Por qué Filiberto fue despedido d la Secretaria?
¿Por qué iba siempre a una pensión alemana en Acapulco?
¿Por qué intento salvar a una persona que se ahogaba a media noche?
¿Por qué celebra Frau Müller un baile la noche de un cliente tan antiguo?

¿Por qué Carlos Fuentes empieza una narración con tantos hechos difíciles de explicar?
¿Cómo sabemos que Filiberto va a jubilarse?
¿Filiberto logra tener un éxito profesional? Explique
¿Sus antiguos compañeros lo reconocen en el café?
En general ¿Qué sentimientos tiene Filiberto en el café?
¿Cómo es diferente de su amigo Pepe?
¿Qué teoría fabrica Pepe respecto a la religiosidad de los mexicanos?

¿Cuál era la pasión de Filiberto?
¿Dónde pone Filiberto a Chac Mool?

¿Cuáles eran las condiciones para mantener a Chac Mool?

¿Qué representa Chac Mool?

¿Qué eventos pasaron que cambiaron a Chac Mool?

¿Cuánto tiempo transcurrió entre la compra del Chac Mool al final de la historia?

¿Cuánto tiempo transcurrió entre la salida del puerto de Acapulco a la llegada a la casa de Filiberto?
¿Puede Filiberto controlar a la estatua? Explique

¿Cómo se alimento la estatua?

¿Por qué huye Filiberto?

¿Qué espera que le pase a Chac Mool mientras se va a Acapulco?

¿Dónde dice el hombre amarillo que pongan el cadáver de Filiberto?
¿Quién es el indio amarillo?

¿Cuál es el tomo de esta historia?

Mi caballo mago (Sabine R. Ulibarri)

Mi caballo mago (Sabine R. Ulibarri)

Era blanco. Blanco como el olvido. Era libre. Libre como la alegría. Era la ilusión, la libertad y la emoción. Poblaba y dominaba las serranías y las llanuras de las cercanías. Era un caballo blanco que llenó mi juventud de fantasía y poesía.
Alrededor de las fogatas del campo y en las resolanas del pueblo los vaqueros de esas tierras hablaban de él con entusiasmo y admiración. Y la mirada se volvía turbia y borrosa de ensueño. La animada charla se apagaba. Todos atentos a la visión evocada. Mito del reino animal. Poema del mundo viril.

Blanco y arcano. Paseaba su harén por el bosque de verano en regocijo imperial. El invierno decretaba el llano y la ladera para sus hembras. Veraneaba como rey de oriente en su jardín silvestre. Invernaba como guerrero ilustre que celebra la victoria ganada.

Era leyenda. Eran sin fin las historias que se contaban del caballo brujo. Una verdad, otra invención. Tantas trampas, tantas redes, tantas expediciones. Todas venidas a menos. El caballo siempre se escapaba, siempre se burlaba, siempre se alzaba por encima del dominio de los hombres. ¡Cuánto valedor no juró ponerle su jáquima y su marca para confesar después que el brujo había sido más hombre que él!
Yo tenía quince años. Y sin haberlo visto nunca el brujo me llenaba ya la imaginación y la esperanza. Escuchaba embobado a mi padre y a sus vaqueros hablar del caballo fantasma que al atraparlo se volvía espuma y aire y nada. Participaba de la obsesión de todos, ambición de lotería, de algún día ponerle yo mi lazo, de hacerlo mío, y lucirlo los domingos por la tarde cuando las muchachas salen a paseo por la calle.

Pleno el verano. Los bosques verdes, frescos y alegres. Las reses lentas, gordas y luminosas en la sombra y en el sol de agosto. Dormitaba yo en un caballo brioso, lánguido y sutil en el sopor del atardecer. Era hora ya de acercarse a la majada, al buen pan y al rancho del rodeo. Ya los compañeros estarían alrededor de la hoguera agitando la guitarra, contando cuentos del pasado o de hoy o entregándose al cansancio de la tarde. El sol se ponía ya, detrás de mí, en escándalos de rayo y color. Silencio orgánico y denso.
Sigo insensible a las reses al abra. De pronto el bosque se calla. El silencio enmudece. La tarde se detiene. La brisa deja de respirar, pero tiembla. El sol se excita. El planeta, la vida y el tiempo se han detenido de una manera inexplicable. Por un instante no sé lo que pasa.

Luego mis ojos aciertan. ¡Allí está! ¡El caballo mago! Al extremo del abra, en un promontorio, rodeado de verde. Hecho estatua, hecho estampa. Línea y forma y mancha blanca en fondo verde. Orgullo, fama y arte en carne animal. Cuadro de belleza encendida y libertad varonil. Ideal invicto y limpio de la eterna ilusión humana. Hoy palpito todo aún al recordarlo.
Silbido. Reto trascendental que sube y rompe la tela virginal de las nubes rojas. Orejas lanzas. Ojos rayos. Cola viva y ondulante, desafío movedizo. Pezuña tersa y destructiva. Arrogante majestad de los campos.
El momento es eterno. La eternidad momentánea. Ya no está, pero siempre estará. Debió de haber yeguas. Yo no las vi. Las reses siguen indiferentes. Mi caballo las sigue y yo vuelvo lentamente del mundo del sueño a la tierra del sudor. Pero ya la vida no volverá a ser lo que antes fue.
Aquella noche bajo las estrellas no dormí. Soñé. Cuánto soñé despierto y cuánto soñé dormido yo no sé. Sólo sé que un caballo blanco pobló mis sueños y los llenó de resonancia y de luz y de violencia.
Pasó el verano y entró el invierno. El verde pasto dio lugar a la blanca nieve. Las manadas bajaron de las sierras a los valles y cañadas. Y en el pueblo se comentaba que el brujo andaba por este o aquel rincón. Yo indagaba por todas partes su paradero. Cada día se me hacía más ideal, más imagen, más misterio.

Domingo. Apenas rayaba el sol de la sierra nevada. Aliento vaporoso. Caballo tembloroso de frío y de ansias. Como yo. Salí sin ir a misa. Sin desayunarme siquiera. Sin pan y sardinas en las alforjas. Había dormido mal y velado bien. Iba en busca de la blanca luz que galopaba en mis sueños.

Al salir del pueblo al campo libre desaparecen los caminos. No hay rastro humano o animal. Silencio blanco, hondo y rutilante. Mi caballo corta el camino con el pecho y deja estela eterna, grieta abierta, en la mar cana. La mirada diestra y atenta puebla el paisaje hasta cada horizonte buscando el noble perfil del caballo místico.
Sería mediodía. No sé. El tiempo había perdido su rigor. Di con él. En una ladera contaminada de sol. Nos vimos al mismo tiempo. Juntos nos hicimos piedra. Inmóvil, absorto y jadeante contemplé su belleza, su arrogancia, su nobleza. Esculpido en mármol, se dejó admirar.

Silbido violento que rompe el silencio. Guante arrojado a la cara. Desafío y decreto a la vez. Asombro nuevo. El caballo que en verano se coloca entre la amenaza y la manada, oscilando a distancia de diestra a siniestra, ahora se lanza a la nieve. Más fuerte que ellas, abre la vereda a las yeguas. Y ellas lo siguen. Su fuga es lenta para conservar sus fuerzas.

Sigo. Despacio. Palpitante. Pensando en su inteligencia. Admirando su valentía. Apreciando su cortesía. La tarde se alarga. Mi caballo cebado a sus anchas.
Una a una las yeguas se van cansando. Una a una se van quedando a un lado. ¡Solos! El y yo. La agitación interna reboza a los labios. Le hablo. Me escucha y calla.
El abre el camino y yo sigo por la vereda que me deja. Detrás de nosotros una larga y honda zanja blanca que cruza la llanura. El caballo que ha comido grano y buen pasto sigue fuerte. A él, mal nutrido, se la han agotado las fuerzas. Pero sigue porque es él y porque no sabe ceder.

Encuentro negro y manchas negras por el cuerpo. La nieve y el sudor han revelado la piel negra bajo el pelo. Mecheros violentos de vapor rompen el aire. Espumarajos blancos sobre la blanca nieve. Sudor, espuma y vapor. Ansia.
Me sentí verdugo. Pero ya no había retorno. La distancia entre nosotros se acortaba implacablemente. Dios y la naturaleza indiferentes.
Me siento seguro. Desato el cabestro. Abro el lazo. Las riendas tirantes. Cada nervio, cada músculo alerta y el alma en la boca. Espuelas tensas en ijares temblorosos. Arranca el caballo. Remolineo el cabestro y lanzo el lazo obediente.
Vértigo de furia y rabia. Remolinos de luz y abanicos de transparente nieve. Cabestro que silba y quema en la teja de la silla. Guantes violentos que humean. Ojos ardientes en sus pozos. Boca seca. Frente caliente. Y el mundo se sacude y se estremece. Y se acaba la larga zanja blanca en un ancho charco blanco.
Sosiego jadeante y denso. El caballo mago es mío. Temblorosos ambos, nos miramos de hito en hito por un largo rato. Inteligente y realista, deja de forcejear y hasta toma un paso hacia mí. Yo le hablo. Hablándole me acerco. Primero recula. Luego me espera. Hasta que los dos caballos se saludan a la manera suya. Y por fin llego a alisarle la crin. Le digo muchas cosas, y parece que me entiende.
Por delante y por las huellas de antes lo dirigí hacia el pueblo. Triunfante. Exaltado. Una risa infantil me brotaba. Yo, varonil, la dominaba. Quería cantar y pronto me olvidaba. Quería gritar pero callaba. Era un manojo de alegría. Era el orgullo del hombre adolescente. Me sentí conquistador.

El Mago ensayaba la libertad una y otra vez, arrancándome de mis meditaciones abruptamente. Por unos instantes se armaba la lucha otra vez. Luego seguíamos.
Fue necesario pasar por el pueblo. No había remedio. Sol poniente. Calles de hielo y gente en los portales. El Mago lleno de terror y pánico por la primera vez. Huía y mi caballo herrado lo detenía. Se resbalaba y caía de costalazo. Yo lloré por él. La indignidad. La humillación. La alteza venida a menos. Le rogaba que no forcejara, que se dejara llevar. ¡Cómo me dolió que lo vieran así los otros!

Por fin llegamos a la casa. “¿Qué hacer contigo, Mago? Si te meto en el establo o en el corral, de seguro te haces daño. Además sería un insulto. No eres esclavo. No eres criado. Ni siquiera eres animal.” Decidí soltarlo en el potrero. Allí podría el Mago irse acostumbrando poco a poco a mi amistad y compañía. De ese potrero no se había escapado nunca un animal.

Mi padre me vio llegar y me esperó sin hablar. En la cara le jugaba una sonrisa y en los ojos le bailaba una chispa. Me vio quitarle el cabestro al Mago y los dos lo vimos alejarse, pensativos. Me estrechó la mano un poco más fuerte que de ordinario y me dijo: “Esos son hombres.” Nada más. Ni hacía falta. Nos entendíamos mi padre y yo muy bien. Yo hacía el papel de muy hombre pero aquella risa infantil y aquel grito que me andaban por dentro por poco estropean la impresión que yo quería dar.

Aquella noche casi no dormí y cuando dormí no supe que dormía. Pues el soñar es igual, cuando se sueña de veras, dormido o despierto. Al amanecer yo ya estaba de pie. Tenía que ir a ver al Mago. En cuanto aclaró salí al frío a buscarlo.
El potrero era grande. Tenía un bosque y una cañada. No se veía el Mago en ninguna parte pero yo me sentía seguro. Caminaba despacio, la cabeza toda llena de los acontecimientos de ayer y de los proyectos de mañana. De pronto me di cuenta que había andado mucho. Aprieto el paso. Miro aprensivo a todos lados. Empieza a entrarme el miedo. Sin saber voy corriendo. Cada vez más rápido.
No está. El Mago se ha escapado. Recorro cada rincón donde pudiera haberse agazapado. Sigo la huella. Veo que durante toda la noche el Mago anduvo sin cesar buscando, olfateando, una salida. No la encontró. La inventó.
Seguí la huella que se dirigía directamente a la cerca. Y vi como el rastro no se detenía sino continuaba del otro lado. El alambre era de púa. Y había pelos blancos en el alambre. Había sangre en las púas. Había manchas rojas en la nieve y gotitas rojas en las huellas del otro lado de la cerca.
Allí me detuve. No fui más allá. Sol rayante en la cara. Ojos nublados y llenos de luz. Lágrimas infantiles en mejillas varoniles. Grito hecho nudo en la garganta. Sollozos despacio y silenciosos.
Allí me quedé y me olvidé de mí y del mundo y del tiempo. No sé cómo estuvo, pero mi tristeza era gusto. Lloraba de alegría. Estaba celebrando, por mucho que me dolía, la fuga y la libertad del Mago, la trascendencia de ese espíritu indomable. Ahora seguiría siendo el ideal, la ilusión y la emoción. El Mago era un absoluto. A mí me había enriquecido la vida para siempre.
Allí me halló mi padre. Se acercó sin decir nada y me puso el brazo sobre el hombro. Nos quedamos mirando la zanja blanca con flecos de rojo que se dirigía al sol rayante.

Contesta con el mayor detalle posible las siguientes preguntas:
¿Quién el personaje principal (eje de toda la historia)?
¿Cómo era el caballo?
¿Qué representaba la imagen del caballo?
¿Cómo hablaba la gente del caballo?
¿Qué hacia el caballo cuando le ponían trampas?
¿Qué edad tenía el muchacho?
¿Qué pasa y siente el muchacho cuando por primera vez ve a el caballo?
¿Cómo cambio la viuda del muchacho después de haber visto al caballo?
¿Qué día decidió el muchacho salir a cazar a el caballo?
¿Cómo es día cuando encontró al caballo?
¿Qué hace el chico cuando encuentra a la manada y al caballo?
¿Cómo se siente el muchacho cuando está por agarrar al caballo?
¿Cómo se siente cuando va de regreso el muchacho al pueblo?
¿Cómo se veía el caballo al pasar por el pueblo?
¿Qué sentimientos despertó en el adolescente el ver al caballo es esa condición?
¿A dónde metió el muchacho el caballo?
¿Qué tan seguro era el potrero?
Cuando llegó el chico, ¿cuál fue la reacción del padre?
¿Cómo pasó esa noche el muchacho?
¿Qué hizo el caballo mago?
¿Cómo escapó el caballo mago?
¿Cómo se sintió el muchacho?
¿Por qué se sintió así?
¿Para el adolescente qué representaba ahora el caballo mago?
¿Quién encontró al chico al final y qué hizo?

La continuidad de los parques (Julio Cortázar) Ejercicios de lectura

La continuidad de los parques (Julio Cortázar)

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles.

Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Preguntas de comprensión.

Un señor continúa su lectura de una novela que había empezado unos días antes. ¿Qué sabemos de este señor? Para contestar considera los siguientes signos y códigos: negocios urgentes, finca, carta al apoderado, discusión con mayordomo sobre aparcerías (éstas son contratos entre el dueño de las tierras y el campesino que las arrienda), un sillón cómodo de terciopelo, un estudio con vistas a un parque, etc.

¿Qué signos hay, en forma de adjetivos, verbos y adverbios, para indicar lo embelesado que está en su lectura?

Cuando el narrador escribe que el señor “fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte,” ¿qué indica respecto a la capacidad de la literatura?

En el segundo y último párrafo el plan se lleva a cabo. ¿Va todo según el plan?

¿Cómo encuentra el hombre el cuarto donde ha de estar el esposo?

¿Quién es el hombre que va a matar el amante?

Estamos ante un cuento fantástico y circular. Explica.

Cuento EL SUR de Jorge Luis Borges. Preguntas de comprension

EL SUR (Jorge Luis Borges)

EL HOMBRE QUE desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las 1001 Noches de Weil, ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las 1001 Noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las 1001 .Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (un el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dahlmann. Perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noche, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
—Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos. Como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla— Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón. El viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
—Vamos saliendo —dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.


Después de leer esta lectura contesta las preguntas sobre: EL SUR
¿Cómo se llamaba el abuelo materno de Juan Dahlmann?

¿Cómo murió este abuelo?

¿Cómo Juan Dahlmann mantiene vivos los recuerdos de sus antepasados ilustres de su lado materno?

¿De quiénes había sido la estancia de Dahlmann?

¿Por qué no esperó Dahlmann hasta que bajara el ascensor?

¿Cómo recibe Dahlmann su herida?

¿A dónde llevaron a Dahlmann en el coche de plaza?

¿Qué le hicieron cuando llegaron a su destinación?

¿Cómo eran las curaciones?

¿Qué tipo de animal encuentra Dahlmann en el café?

¿Qué pidió Dahlmann en el café?

¿Qué Dahlmann experimenta al cruzar la ciudad de Buenos Aires camino a Constitución?

¿Qué saca Dahlmann de su valija al arrancar el tren?

¿Qué tomó Dahlmann para el almuerzo en el tren?

¿Dónde dejó a Dahlmann el tren?

¿Dónde le dijeron a Dahlmann que podría conseguir un vehículo?

¿Por qué creyó Dahlmann que reconoció al patrón del almacén?

Después de contarle su problema al hombre, ¿qué decidió hacer Dahlmann?

¿Qué comió y bebió Dahlmann en el almacén?

¿Qué sintió Dahlmann en la cara?

Cuándo lo alcanzó la segunda bolita de miga ¿Qué decidió hacer Dahlmann?

¿Cuál de los compadritos injuria a Dahlmann?

¿Con quién tenía que pelear Dahlmann?

¿Quién le tiró a Dahlmann la daga?

¿Qué noción tenía Dahlmann de la esgrima?

¿A dónde fueron a pelear?

¿Cómo termina la historia?

¿Dahlmann, muere en el hospital o en el duelo?

¿No oyes ladrar los perros? Preguntas de comprension de lectura

¿No oyes ladrar los perros? (1953. Juan Rulfo)

--Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

--No se ve nada.

--Ya debemos estar cerca.

--Sí, pero no se oye nada.

--Mira bien.

--No se ve nada.

--Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

--Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

--Sí, pero no veo rastro de nada.

--Me estoy cansando.

--Bájame.

E1 viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

--¿Cómo te sientes?
--Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que
traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

--¿Te duele mucho?

--Algo -contestaba él.


Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

--No veo ya por dónde voy -decía él. Pero nadie le contestaba.

E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

--¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

--Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?


--Bájame, padre.
--¿Te sientes mal?

--Sí

--Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.


Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

--Te llevaré a Tonaya.

--Bájame.


Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

--Quiero acostarme un rato.

--Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.


--Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

--Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se siente usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: "¡Qué se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!" Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. E1 que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: "Ese no puede ser mi hijo."

--Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

--No veo nada.
--Peor para ti, Ignacio.

--Tengo sed.
--¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

--Dame agua.

--Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

--Tengo mucha sed y mucho sueño.

--Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

--¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: "No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

--¿Y tú no los oías, Ignacio?--dijo. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

Preguntas de comprensión: No oyes ladrar los perros

¿Qué le pide el padre a Ignacio?

¿Qué lugar están buscando?

¿En qué estado va Ignacio?
¿Por qué no puede el padre oír los perros ladrar?

¿Qué dos significados indicaría el ladrido de los perros?

¿Por qué se niega el padre a bajar a su hijo aunque lo está llevando desde hace mucho tiempo?

¿Qué ha hecho el hijo, en particular, para que el padre se enojara tanto?

¿Cómo era Ignacio de pequeño?

¿Cuántos hermanos tuvo Ignacio?

¿Por qué empieza a llorar Ignacio?

¿Se da cuenta el padre de que llora Ignacio?

¿Por qué crees que el padre no abandona a su hijo?

¿De qué acusa el padre al hijo?

¿Por qué regaña el padre al hijo al final del cuento?

¿Cómo fue la comunicación entre los dos personajes?
¿Cómo era la madre de Ignacio?

¿Crees que el padre en realidad odia al hijo?

¿Qué valor simboliza la carga que lleva el padre?

¿Por qué el padre se siente decepcionado por la muerte de Ignacio?

¿Cree usted que los padres deben hacer lo que hizo el padre de Ignacio por los hijos?

La luz es como el agua. Ejercicios de comprension lectora

La luz es como el agua (Gabriel García Márquez)

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
—De acuerdo —dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
—No —dijeron a coro—. Nos hace falta ahora y aquí.
—Para empezar —dijo la madre—, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
—EI bote está en el garaje —reveló el papá en el almuerzo—. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
—Felicitaciones —les dijo el papá ¿ahora qué?
—Ahora nada —dijeron los niños—. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.


—La luz es como el agua —le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
—Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada —dijo el padre—. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
—¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? —dijo Joel.
—No —dijo la madre, asustada—. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
—Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber —dijo ella—, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.


El papá a solas con su mujer, estaba radiante.
—Es una prueba de madurez —dijo.
—Dios te oiga —dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salí por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.



Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

Diciembre, 1978.

CONTESTA LAS SIGUIENTES PREGUNTAS SOBRE EL CUENTO

¿Quiénes son los personajes de este cuento?

¿Dónde viven en el momento que empieza el cuento?

¿Dónde vivían antes de llegar a esa ciudad?

¿Dónde comienza la acción físicamente?

¿Qué insisten los chicos en que se les compre?

¿Qué hacen los padres al principio sobre las demandas de los hijos?

¿Qué logran ganar los chicos en la escuela?

Al pasar los días ¿Por qué los padres se preocupan de las intenciones de los hijos?

¿Qué hicieron cierto día los padres fueron invitados a una fiesta y los dos niños se quedaron solos en su casa?

¿Qué encontraron los padres al regresar en la noche?

¿Quiénes murieron ahogados junto con los chicos?

¿Cómo subieron el bote al apartamento?

¿Cómo inundaron el apartamento?

¿Cuándo nadaban que vieron?

¿Cuál es el argumento del cuento?

En la obra titulada "LA LUZ ES COMO EL AGUA" ¿porque los niños pensaron que podían llenar de agua su casa para poder navegar?